El día en que me mudé a la ciudad descubrí que todo este tiempo viví en un lugar fuera del resto del mundo, como si de otra realidad se tratara. Yo crecí en Santa Rosa, pero no nací ahí. Nos mudamos al pueblo después de que a mi viejo le dispararon mientras conducía su camioneta con mercancía que traía para el almacén del pueblo, yo tenía apenas cinco años. Después del incidente, mi padre llegó pálido pidiendo un vaso de tequila para el susto y para cuando el sol se ocultaba lo poco que teníamos ya estaba cargado en su camión. Una mesa de madera con una pata más corta que las demás, tres sillas blancas de plástico de Coca-Cola ya resecas por el tiempo, una cama a la que se le sentían los resortes, guajes con ropa y trastes era nuestro patrimonio. Mi madre me explicó que le dispararon porque le querían quitar la mercancía que transportaba. Él me dijo que fue por un pleito de cantina al ganarle en un juego de cartas a un mafioso local. Ya en mi adultez me enteré de que se metió con la esposa del comandante de la policía rural.
A seis horas de nuestro antiguo hogar, entre la espesa selva y el rumor constante del rio, se encontraba el pueblo de Santa Rosa. Sus únicas dos calles pavimentadas corrían a lo largo del pueblo, mientras que calles de terracería las atravesaban y serpenteaban entre las casas de madera y guano. A lo largo de las calles terrosas, los perros callejeros buscaban sombra bajo los puestos de frutas, mientras los guajolotes y gallinas caminaban con paso orgulloso entre la gente. Las iguanas ágiles y curiosas se asoman de entre las hojas de los árboles frutales, asustando a incautos cuando por accidente caían pesadamente hasta golpear el suelo produciendo un ruido seco.
Con el cacarear del gallo los habitantes de Santa Rosa comenzaban su jornada. Mi padre, ahora hombre de campo, junto con el resto del pueblo, solían alistarse para cruzar el rio a las cuatro de la mañana para atender sus parcelas sin nada más que una botella de agua y una bolita de pozol para, como decía mi padre, «apendejar el hambre.» Para el mediodía ya todo el mundo se encontraba devuelta en casa debido al inclemente sol y el calor que alcanzaba los cincuenta grados centígrados en verano, combinados con la humedad que te abrazaba, envolviéndote en una burbuja de aire caliente que te cocinaba lentamente. A las cinco de la tarde la comunidad se reactivaba conforme el sol comenzaba a menguar
Los niños, solíamos pasar el tiempo jugando futbol mientras que el sol lo permitiera, y si el calor era insoportable nos bañábamos en el rio. Solía competir con mis amigos, Miguel y Juan, para ver quien atravesaba el rio de orilla más rápido. También cobrábamos un peso a las señoras por pasar el almuerzo a sus esposos e hijos que trabajaban al otro lado del rio en sus parcelas.
En Santa Rosa de vez en cuando pasaba algo interesante, como aquella vez cuando unos fulanos que llegaron al pueblo nos dieron cien pesos a cada uno de mis amigos y a mí por poner unas latas de chiles con trapos remojados en aceite en un descampado cerca del pueblo. Otros adultos quitaban el monte y aplanaban el terreno con herramientas improvisadas. Hicimos dos filas paralelas de latas separadas entre sí por tal vez unos diez metros. Esa noche en la madrugada escuchamos una avioneta volando muy de cerca. La mañana siguiente la gente del pueblo decía que unos colombianos o hondureños aterrizaron una avioneta en el descampado donde dejamos las latas. Algunos vecinos dijeron que traían drogas, otros dijeron que traían al capo de un cartel, otros que eran inmigrantes, nunca supimos que fue.
Las antenas de televisión de Santa Rosa solo captaban la señal de dos canales, y solo pasaban noticias y telenovelas, por lo que morir de aburrimiento era una posibilidad seria. Por suerte las paredes de mi casa, al igual que las de muchas otras familias en Santa Rosa, estaban construidas con tablas y varas de madera que solían dejar resquicios entre ellas. Si te acercabas lo suficiente, podías ver hacia dentro de la casa entre una tabla y otra. Algunas veces teníamos suerte de ver algo interesante, como aquella noche que el calor no me dejaba dormir, y observé desde mi cama y a través de dos de esas tablas; a Don Esteban, mi vecino, llegando borracho a su casa. La puerta estaba cerrada y raspaba en el piso un machete mientras amenazaba a su mujer para que lo dejara entrar. Vecinos, incluyendo a mi padre, tuvieron que salir para calmarlo. Una semana después su esposa dejó el pueblo junto con sus dos hijos porque la golpeó durante una borrachera, creo que le fracturó dos costillas, nunca regresó al pueblo y él se juntó con otra mujer un mes después, a la que también golpeó.
Cuando todas las esperanzas de hacer algo divertido se perdían siempre podíamos contar con Don Ignacio. El viejo era ya muy mayor, a mis ojos de niño parecía que tuviera cien años, posiblemente estaba en sus sesentas. Él criaba animales en su patio; gallinas, chivos, guajolotes, pero el animal que más llamaba la atención era El Prieto, un toro magnífico que mantenía en un pequeño corral con un tejaban cerrado que le servía al animal como refugio del sol y la lluvia. Don Ignacio se mantenía de sus animales, pero principalmente se ganaba el sustento haciendo trabajos de brujería a la gente supersticiosa del pueblo.
Algunas veces nos escabullíamos en su patio cuando veíamos que tenía visitas. Llegamos a ver a la mayoría del pueblo con Don Ignacio. Como Don Armando, que estaba seguro de que su hermano Luis lo tenía embrujado, e iba con Don Ignacio para que lo «limpiara». Buscábamos los resquicios entre las tablas y podíamos ver como Don Ignacio prendía velas blancas, rojas y negras, quemaba palo santo, le pasaba un huevo al rededor del cuerpo a su cliente y automáticamente el hechizo del que era víctima desaparecía.
En otras ocasiones los rituales eran más interesantes. Cuando alguien llegaba con peticiones específicas, como cuando Doña Irma pedía porque se lograra la venta de ganado de su marido, o Doña Cande cuando pidió que su hijo llegara con bien a Estados Unidos, Don Ignacio preparaba una mezcla de hierbas con maíz, después vertía un aceite en el cuenco donde machaco la mezcla y por último le prendía fuego por unos segundos mientras el cliente pedía lo que quisiera. El olor nos llegaba entre las tablas a maíz tatemado y hierbas de olor. En seguida Don Ignacio y su cliente iban al corral de El Prieto, donde se aceraban a él y el cliente sostenía el cuenco mientras El Prieto comía la mezcla chamuscada mientras el cliente le susurraba al oído su petición.
De esa Manera nos enteramos de que Ana no era hija de Don Esteban, que el esposo de Doña Ester la golpeaba, que el hijo de Del dueño del almacén se besaba con el hijo del de la carnicería, entre otros chismes que me resultan borrosos ahora. Recuerdo que llegaba a la casa y le contaba a mi madre sobre los que nos hayamos enterado ese día. Mi madre escuchaba atenta y hasta pedía detalles, para después regañarme y decirme que no debería espiar a la gente.
Era extraño que al alcanzar los dieciocho años la gente se queda en Santa Rosa, en su mayoría solían dejar el pueblo para probar fortuna en la capital o incluso en el gabacho. Maria, la única mujer soltera de diecinueve años que no dejo el pueblo y que no era madre soltera, había decidido quedarse para cuidar de su madre que sufría de ataques de epilepsia. Maria era una mujer hermosa, de piel cobriza, cabello negro y grueso, no tenía chuecos los dientes y enamoraba cuando acomodaba su trenza sobre el hombro y la peinaba con cuidado.
Cuando Juan llegó con la noticia de que había encontrado el lugar perfecto para espiar dentro del cuarto de Maria no esperamos ni una noche más para aventurarnos a invadir su privacidad. Juan y Miguel habían sido mis amigos desde que llegue a Santa Rosa. Así que ver por primera vez a una mujer desnuda, juntos, se sentían correcto, como si de un pacto se tratara, la memoria colectiva de los pechos desnudos de María mientras se cambiaba nos unía como una hermandad. Esa noche regresamos a nuestras casas entre risas, engreídos, como si hubiéramos logrado una gran hazaña, sentíamos que habíamos dejado de ser niños. Unos meses más tarde María saldría del pueblo para conseguir un medicamento que necesitaba su mamá. Nunca más la volvimos a ver.
La muerte y la tragedia no eran ajenos a Santa Rosa. Una mañana iba con Miguel rumbo a casa de Juan cuando escuchamos disparos. no era la primera vez así que rápido nos refugiamos debajo de la camioneta vieja de Don Ignacio. Escuchamos gritos de señoras y otros dos disparos, pero en cuestión de segundos todo terminó. Salimos al ver que la gente abandonaba sus escondites, la gente se reunía al final de la calle, Miguel y yo nos acercamos, Juan ya estaba ahí. Un muchacho, el hijo de doña Cande de veinte años estaba tirado en la banqueta, recargado en un poste mientras con sus manos presionaba su garganta. No era como en las películas, la sangre no salía a violentos chorros, sino que brotaba sin parar como una fuente de entre sus dedos mientras la sangre en su garganta se escuchaba gorgotear. No dijo ninguna frase memorable, ni mostró la entereza del héroe al morir en las películas, en cambio vi como el miedo se apoderaba de él e intentaba llamar a su madre entre lágrimas, vi la resignación en su rostro de saber que su vida iba a terminar, su sorpresa y desesperación de atestiguar que a pesar de estar rodeado de tanta gente nadie lo iba a ayudar. Todos sabían cómo es esto, si lo ayudas y sobrevive, quien lo haya hecho va a regresar por él y por quien lo haya ayudado. Murió a los pocos minutos, el grito de doña Cande al ver a su hijo muerto en un charco de sangre lo escucharon en todo el pueblo, nunca se apareció la policía.
Espiar en casas ajenas se había vuelto un pasatiempo para nosotros, era emocionante encontrarnos con mujeres desnudándose o incluso parejas en la intimidad. Una de esas noches notamos una luz colándose de entre las tablas del tejaban de Don Ignacio, él no solía recibir clientes a esa hora. Aburridos fuimos hacia su casa en busca de algún buen chisme.
Nos acercamos lentamente sin hacer ruido, en realidad no esperando ver algo interesante, pero Don Ignacio estaba afuera, en el corral. Lo vimos hablar con alguien pero la pared del tejaban nos impedía ver con quien. Decidimos acercarnos, cubiertos por la obscuridad, a la pared del tejaban. Fue entones que lo escuchamos, eran susurros, palabras claras entre resoplidos en una lengua que no reconocíamos. Ese idioma era una mezcla de clics hechos con la lengua y el paladar, con la combinación de sonidos guturales y bufos, pero no era Don Ignacio el que hablaba. Al mirar entre los resquicios de los tablones descubrimos que lo que producía esa lengua profana era El Prieto. Si, si, Así lo haré. Fue lo que dijo Don Ignacio en tono servil y sumiso antes de que el animal notara nuestra presencia y girara su cabeza hacia nosotros en un movimiento suave, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Sin duda parecía ser El Prieto, pero no era el que conocíamos, este era una grotesca fusión de lo humano y lo animal. Su cráneo estaba marcado por venas tensas y una piel rugosa y oscura que parecía absorber la luz misma, arrojando sombras profundas sobre su semblante. La nariz, ancha y prominente, estaba flanqueada por fosas nasales dilatadas que exhalaban un aliento pesado y rancio. Sus labios, tensos y gruesos, se curvaban en una mueca de amenaza. Sus ojos… sus ojos eran grandes y oscuros como cavernas, su mirada no era la de un animal tonto, no. Su mirada juzgaba, calculaba, reflejaba una inteligencia primitiva. Su respiración profunda resonaba en el espacio vacío.
Quedamos congelados mirando fijamente al abismo en los ojos de El Prieto. ¿Quien anda ahí? Dijo Don Ignacio con voz firme sacándonos del trance en que estábamos. Recuerdo haber perdido el control de mi cuerpo, sentía que mis piernas se movían por si solas llevándome fuera del peligro, el mundo temblaba con cada zancada, sentía las piedras del camino de terracería a través de la suela gastada de mis huaraches, pero parecía que no avanzaba en lo absoluto. La calle me pareció eterna, parecía que corrí kilómetros hasta llegar a mi casa.
Esa noche comenzaron los terrores nocturnos. En mis sueños espío por los resquicios de mi antigua casa en Santa Rosa y me encuentro a El Prieto viéndome desde el otro lado. Aun me despierto empapado en sudor en medio de la noche. Algunas veces me levanto de la cama y veo a la calle desde el balcón de mi departamento, solo para confirmar lo que ya sé. Ahí, en medio de la calle, El Prieto me observa con esa mirada que ningún animal debería de tener.

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